marzo 27, 2006

LA GENERACIÒN DEL 70/JUAN CARLOS LÀZARO

Foto: Oscar Malaga y Sonia Luz Carrillo, poetas de la Generacìon del 70.


¿Qué es la Generación del 70? (*)
Escribe Juan Carlos Lázaro

En el 2003 se cumplieron 30 años de la pu­blicación de Estos trece, el libro que el crítico José Miguel Oviedo dedicó a la atrabiliaria Generación del 70 y que, pese a ser otro su propósito, contribuyó a ubicarla en el panorama general de la poesía peruana del si­glo XX.

Estos trece, a decir de Oviedo, no es una antología, sino «algo más o algo menos que eso». A nuestro parecer, es un estudio aproximativo y fragmentario del 70, y una curiosa muestra de su etapa incipiente. Aún así, el li­bro marcó época, levantó polémicas y se cons­tituyó en hito indispensable de la historia de esa generación.
La Generación del 70, hasta la fecha, no ha sido valorada debidamente. Sin embargo, junto con la del Novecientos, la del Centenario y la del 50, es de las que reúne los requisitos básicos y fundamentales que la hacen una ver­dadera generación. Esencialmente poética, surgió en un contexto nacional e internacional netamente revolucionario. Y a su influjo inten­tó una revolución cultural en el Perú. Si bien su activismo se centró en el campo de la poe­sía, consiguió impregnar su espíritu y su áni­mo (beligerante, crítico, rupturista e intransi­gente) al conjunto de la actividad cultural de los jóvenes de la época. Para acometer con mejores resultados su propósito le faltó un pro­grama y la orientación intelectual como sí la tuvieron la generación del Novecientos con Francisco García Calderón y Víctor Andrés Belaunde, y la del Centenario con José Carlos Mariátegui y Haya de la Torre.

Los jóvenes poetas del 70, adelantándose a sociólogos, antropólogos y políticos, prefi­guraron la convulsión social que significaría la avalancha migratoria de los provincianos ha­cia la capital. Muchos de ellos eran actores de este proceso. Y en esa línea, su poesía colo­quial, resonante de voces urbano-marginales, no era sino expresión de ese Perú multicultural y multilingüístíco que empezaba a copar la nue­va escena social del país. Asimismo, conscien­tes de su función social, se esforzaron por des­centralizar los focos de la producción literaria del Perú como antes sólo lo había intentado Valdelomar con Colónida.

Sin embargo, en todo esto el crítico Oviedo sólo vio una expresión de la «cultura de la pobreza», un concepto que tomó prestado del sociólogo norteamericano Oscar Lewis, así como se había prestado de Faulkner el título de Estos trece. Juzgó al conjunto de la Generación sobre la base de sólo dos agrupaciones: Hora Zero y Estación Reunida. Y para ajustar su es­tudio y su muestrario a este enfoque sociológi­co, tuvo que dispensar de otras expresiones paradigmáticas de esta Generación como eran las poéticas de Cesáreo Martínez, César Toro Montalvo, Ornar Aramayo, Luis La Hoz, la de los poetas de San Marcos, de La Tortuga Ecues­tre, etc.

Las promociones poéticas que siguie­ron a la Generación del 70 no consiguieron despertar el interés de ningún critico ni estudioso del nivel de Oviedo. Todo indica que en el panorama general de la poesía peruana, la impronta de la Generación del 70 cierra el si­glo XX y se proyecta hasta ahora.

Hora Zero
Hora Zero fue para la Generación de los 70 lo que Colónida significó para su época: una ruptura con el pasado, un impulso vi­tal, expresión de una nueva emoción, pero sin un programa que lo guiara. A diferencia de Colónida, no cultivó el torremarfilismo, sino que se involucró en el movimiento social de su época. Y también a diferencia de aquella, en tanto comunidad poética, no tuvo la coheren­cia ni el brillo de Valdelomar y sus huestes.

Para muchos esta comparación puede parecer desproporcionada. Yo me ratifico en la misma. Persisto en mi alegato de que la Gene­ración del 70 —sus guerrillas literarias y sus creadores— no ha sido evaluada aún en su ver­dadera dimensión. Basta con apelar al consen­so que reconoce que la década de los 70 mar­can un punto de quiebre en el desarrollo políti­co, social y cultural del Perú, para entender mejor mi hipótesis.

El mayor mérito de Hora Zero consiste, precisamente, en haber captado y expresado la emoción de su época: revolucionaria, idealis­ta, intransigente, iracunda y de multitudes. En esa línea, introdujo a la poesía las voces de los movimientos que migraban de las provincias a la capital, el fenómeno social más importante de los últimos 30 años del siglo XX peruano y del cual los sociólogos sólo se ocuparían una década después. Asumió todos los riesgos de sus experimentos con el coloquialismo, e in­tentó, algunas veces con éxito y otras produ­ciendo una gran cantidad de disparates, un cos­mopolitismo que fusionaba este coloquialismo con las técnicas poéticas de las vanguardias europeas y anglosajonas.

Como Colónida, y sólo después de él, Hora Zero se propuso descentralizar los núcleos de la actividad poética, promoviendo las voces de provincias. Creó bases o movimientos afi­nes en Chimbóte, Chiclayo, Pucallpa, Iquitos. . etc. Batallones de jóvenes poetas provincianos hallaron en Hora Zero una tribuna y un espacio de difusión y debate, alternativos a los circui­tos culturales tradicionales controlados por cier­tas elites limeñas desde las universidades y la prensa. Pero si bien Hora Zero desacralizó las tendencias elitistas de la actividad poética en el Perú, también contribuyó a generar una vertien­te populista y demagógica en la literatura.

La partida de nacimiento de Hora Zero fue una revista mimeografiada de tapas de car­tulina amarilla que apareció en el verano de 1970. Ha trascendido que la publicación fue posible gracias al decidido auspicio del enton­ces rector de la Universidad Nacional de Edu­cación (La Cantuta), el eminente historiador Juan José Vega. Su primer texto era un mani­fiesto retumbante, titulado «Palabras urgentes», que firmaban Jorge Pimentel y Juan Ramírez Ruíz. Seguía una selección de poemas de los ya citados, así como de Mario Luna, Jorge Nájar, José Carlos Rodríguez y Julio Polar. Un año después se revelaría el talento de Enrique Verástegui, uno de sus mejores créditos.

Hora Zero concluyó su primer ciclo histórico en 1975. episodio que coincidió con el fin del régimen velasquista, en cuyo marco político y social desenvolvió su intenso activismo.

Estación Reunida
Estación Reunida fue la revista de poesía que fundó y dirigió el poeta José Rosas Ribeyro y que llegó a editar cinco núme­ros de 1966 a 1968. En torno a ella se aglutinaron los poetas Elqui Burgos, Tulio Mora, Oscar Málaga y José Watanabe, la ma­yoría de ellos estudiantes de San Marcos y al­gunos con filiación ideológica marxista. El nombre de la revista fue tomado del título del segundo libro de Javier Heraud, el poeta y gue­rrillero asesinado en Madre de Dios en 1963 y que era su paradigma del poeta con compromi­so social precisamente.

Estación Reunida antecedió a Hora Zero en su iconoclastia y en su demanda del compromiso social del escritor. Diríase que anunció a aquel movimiento, aunque sin lograr eco más allá de su propio ámbito. Y si bien no tuvo una postu­ra beligerante y de confrontación con la gene­ración precedente, como sí sucedió con Hora Zero, enfiló su crítica a aquella por su acomodo al establishment.
¿Era Estación Reunida un grupo o un movimiento?. Al respecto siempre hubo opiniones contrapuestas entre sus mismos integrantes. Para Rosas Ribeyro sólo se trataba de una revista de poesía con una posición política dictada principalmente por las buenas intenciones y la emotividad de la juventud, Elqui Burgos y Tulio Mora, en cambio, se han expresado de ella como una agrupación orgánica. Oscar Málaga y José Watanabe, ubicados en un punto intermedio, dijeron entender que se trataba de una comunidad generacional.
Lo cierto es que a mediados de 1970 entre Estación Reunida y Hora Zero hubo conversaciones encaminadas a integrar a los dos grupos.
Esto es lo que se deduce de los testimonios de Tulio Mora y Elqui Burgos de Estación Reunida, y de Juan Ramírez Ruíz, de Hora Zero. Finalmente esa integración nunca se produjo. Para José Rosas Ribeyro, el director de la revista, la etapa de Estación Reunida ya era un asunto del pasado y su madurez política le enseñaba que la poesía no servía para ninguna transformación social. Rosas Ribeyro, convertido ideológicamente al trotskysmo, sería deportado a Francia en 1975 por la dictadura militar.
El balance de esta experiencia indica que Estación Reunida tenía aquello que siempre le fal­tó a Hora Zero: claridad en su orientación ideo­lógica. En cambio, los poetas de Estación Reunida, pese a su programa, no alcanzaron el impacto social que sí consiguió Hora Zero con su intenso activismo tanto en Lima como en provincias.
Antes de cerrarse la década del 70, los poetas de Estación Reunida dejaron el Perú para establecerse en París, donde actualmente desa­rrollan una importante labor cultural, o en Chi­na, como fue el caso de Oscar Málaga. La ex­cepción fue Tulio Mora, quien permaneció en el Perú y se integró a Hora Zero.

Josè Rosas Ribeyro, Luis Anamarìa, y Rosina Valcàrcel:
Del 70




Mágicos, andinos e insulares

Pero, como ya dije al comienzo de estos apuntes, la Generación del 70 fue mucho más que Hora Zero y Estación Reunida. Una de sus características fundamentales, pre­cisamente, consistió en su afán de búsqueda y experimentación, incorporando a la poesía las innovaciones que entonces se producían en los campos de la lingüística, la plástica y las co­municaciones, o las manifestaciones que sur­gían de la eclosión de los nuevos movimientos contestatarios como el hippismo, la liberación feminista, la revuelta estudiantil de París de 1968 y la guerrilla urbana de los países del sur latinoamericano.

Abelardo Sánchez León y José Watanabe, dos de los créditos más notables de la Genera­ción del 70, cuya obra ya alcanza reconocimien­to internacional, no integraron las filas de Hora Zero ni de Estación Reunida, aunque eventualmente publicaron en sus revistas y participa­ron en sus recitales.

Mario Montalbetti es una de las ínsulas más extrañas y esplendorosas del 70. Sus poe­mas experimentan lúdicamente con los aspec­tos semióticos del lenguaje, en los que conver­gen con excelentes resultados la ingenua trans­parencia de e.e. cummings y la hondura místi­ca del haiku japonés.

Cesáreo Martínez se empeñó en un proyecto de vasto alcance y --de alguna manera como lo hizo José María Arguedas con su narrativa-- apuntó con su poesía a desarrollar una visión crítica de la modernidad desde una nueva perspectiva andina.
De la poesía de Luis La Hoz se puede decir que es, después de La casa de cartón de Martín Adán, la que mejor ha calado en la sensibilidad y el mundo del adolescente mediante metáforas que deslumbran por su imaginación, audacia y concisión.
Mención aparte merece María Emilia Cornejo, cuya cautivante poesía representa el punto de quiebre de la expresión literaria fe­menina en el Perú. En este sentido es una ver­dadera fundadora, impecablemente lúcida, bri­llante y original pero, muy a su pesar, también fuente de las imposturas más groseras de la poe­sía hecha por mujeres después de ella.

En su primera etapa, César Toro Montalvo inició la vertiente de la "poesía mágica" en el Perú, que si bien era tributaria de Apollinaire, Eguren y los vanguardistas, apostó también por crear su propia retórica con loables resultados.

Asimismo, la originalidad de lo mejor de la poe­sía de Omar Aramayo consiste en su proyec­ción cósmica de los mitos andinos-aymaras me­diante una arriesgada propuesta de desarticula­ción del lenguaje poético.
Y como contraparte, ubicado plenamente en tierra firme, Armando Arteaga ha explorado la cotidianidad y el len­guaje de la urbe, reciclando en sorprendentes metáforas los subproductos de la publicidad, los medios de comunicación y el consumismo modernos.
Pese a su brevedad, estas referencias pue­den resultar representativas y significativas de la gran pluralidad de tendencias, experimentos y búsquedas en que se empeñaron los poetas del 70, hijos de una época caótica, de dramáti­cos cambios sociales y terriblemente apasiona­da. Sin embargo, este aspecto es soslayado interesadamente por la crítica académica —muy cuestionada por esta Generación— que prefie­re ver en ella sólo un movimiento de jóvenes arrogantes e iracundos, que saltaron a la pales­tra armados de una retórica coloquial y de cier­ta vocación por la marginalidad. Los hechos y sus obras indican mucho más. Si bien es cierto que entre ellos hubo excesos y extravíos, sus logros no son nada desdeñables. Las nuevas pro­mociones actúan a su influjo y parte de sus pro­puestas mantienen vigencia.

(*) Publicado en Sol&Niebla, Lima, N- 2, Noviembre-Diciembre 2004.

Juan Carlos Lázaro, n. 1952, poeta y periodista, ha publicado “Gris amanece la urbe del hambre”(1987),
y “La casa y la hojarasca” (2001).