abril 14, 2016

LA MINIFICCIÓN DE EDUARDO BORRERO


(PARA SACARNOS DE LAS CASILLAS)



LA MINIFICCIÓN DE EDUARDO BORRERO

Por Bernardo Rafael Álvarez



La minificción es tan antigua como antiguos son los chismes. Las fábulas de Esopo (o, mejor dicho, atribuidas a este personaje probable o improbablemente inventado) vienen desde varios siglos antes de que comenzara nuestra era; y las fábulas no son sino precisamente eso: relatos muy breves que tienen contenido o finalidad de carácter moral. Y con propósitos similares pero acaso algo más excelsos, Jesús, el Mesías, también –mucho después del fabulista griego- contó relatos breves para ilustrar sus enseñanzas y hacerlas más convincentes y persuasivas; me refiero, por cierto, a las parábolas.

Pero, en verdad, creo que la expresión más remota del relato breve es aquello que todos conocemos y en algún momento –o casi siempre- hemos practicado pero, sin embargo (de la boca hacia afuera) solemos repudiar y negamos que forme parte de nuestra “cultura” cotidiana. Me refiero a eso que, aunque medio imperceptiblemente, acabo de mencionar: el chisme. El chisme es, no me cabe duda, el punto de partida del género literario llamado narración; pero, claro, también lo es del periodismo informativo. ¿Alguien puede negar que desde los primeros días de la humanidad existió el deseo, el interés, la preocupación, por saber qué es lo que pasa más allá de las propias narices, por enterarse de la vida ajena, y también y sobre todo la casi irrefrenable inquietud por ejercer acomedidamente el papel de correveidile?

Y otra de las formas digamos innobles del relato breve, contra la que los literatos posiblemente dirigen o dirigirían su artillería pesada, para borrarla del mapa, es el chiste, que es, sí o sí desde el principio, un relato, un relato corto.

Ya hablando en el terreno literario, muestras importantes de relato corto, o minificción, encontramos en casi todos los escritores de que tenemos noticias. Recuerdo ahora a Charles Baudelaire y sus Pequeños poemas en prosa (conocidos también como El spleen de París), los que, naturalmente, son, como los llamó su autor, poemas, pero casi todos dichos en forma de relato.

Nuestro poeta mayor, César Vallejo, también hizo lo suyo. Aquí una muestra: “El perro que, por fidelidad, no consiguió que se acercase nadie a curar la herida de su amo. Este, naturalmente, murió.” Y esta otra que, podría haber sido  inspirada por el relato de Francis Scott Fizgerald, El curioso caso de Benjamin Button, y que, en buena cuenta, lo resume de forma por demás acertadísima: “El hombre que nació viejo y murió niño: la edad para atrás”.



  Eduardo Borrero Vargas

Y ahora y aquí tenemos a Eduardo Borrero Vargas, escritor piurano, nacido en Sullana, cuya última producción es la que tengo en mis manos: Del misterio y otros abismos (Editorial América, 2015). Relatos cortos, o cuentos, como él los llama, en los que, en el plano formal, creo encontrar cierta familiaridad (o, como dice la gente culta: intertextualidad) con la literatura del checo Franz Kafka (claro está, no el de La metamorfosis o El Proceso sino, entre otros, de los relatos Prometeo o El buitre), el argentino Jorge Luis Borges (de, por ejemplo, estos textos que aparecen en el volumen Ficciones: El jardín de senderos que se bifurcan,  Tres versiones de Judas, y lon, Uqbar, Orbis Tertius) y el peruano Felipe Buendía (de La espera). Literatura desconcertante. Muy afín, a veces, con lo que es característica del teatro de Ionesco: el absurdo.

Literatura fantástica y además inverosímil, como aquello del prestamista en el relato titulado Beneficios renovables, que “por un accidente fortuito, voló al cielo; pero rebotó a la tierra”; o esto de imaginación igualmente extrema que encontramos en Cuento de terror 1: “Despavorido, salí a las calles del pueblo a buscarme. Pena me da confesarles que no he logrado encontrarme, pero se confirma mi teoría de que un desalmado me ha secuestrado.” O, más extrema aún, esta muestra de enigmático desdoblamiento: “Era una tarde sombría. Ingresé a mi casa y vi, con estupor, que me estaban llevando sujeto a una camisa de fuerza.” (Cuento de terror 3).

Es cierto, como ha escrito Armando Arteaga en el prólogo y el mismo autor en algún momento me lo dijo, que estos, los relatos de Eduardo Borrero Vargas, tienen una tendencia marcadamente dirigida hacia lo metafísico. Sin embargo, hay también lo que yo he visto, y lo digo sin ambages: el propósito de sacarnos, inconsideradamente pero en buena lid, de nuestras casillas y decirnos, además, eso que sabemos pero tratamos, tal vez inconscientemente, de olvidar: que la literatura es, sobre todo, un trabajo de creación y no de remedo.




Y Eduardo ha hecho eso: ha creado historias y seres que, como he tratado de explicar, no son precisamente de nuestra realidad, parecen pero no son de la realidad, sino productos de la auténtica ficción; hechuras que bien pueden inscribirse, y de hecho están allí, en lo que Vargas Llosa llama “la verdad de las mentiras”.

Son relatos extraordinariamente bien trabajados, con una escritura pulcra, sin la imprudencia de innecesarias altisonancias. Ah, pero eso sí, con una dosis de humor que puede tener su explicación en el hecho de que nuestro escritor es piurano y, como ustedes saben, no hay humor más delicioso que el de los piuranos; pero el de Eduardo va más allá: es un humor ácido, extraño, que -al menos en este libro- nada tiene que ver, por ejemplo, con aquellas proverbiales historias de  los compadres que se encuentran en los caminos calurosos del norte de nuestro país, acompañados casi siempre con la medio ineludible presencia, en esos lugares, de los dóciles e infatigables “piajenos”. El de Eduardo o, mejor dicho, el de este libro es un humor no para reír, sino para dejarnos estupefactos.

Léanlo, y me darán la razón.